Lorenzo Cañón ha entrado en mis sueños

Lorenzo Cañón ha entrado en mis sueños

Anoche soñé con Lorenzo Cañón. Busqué, como nos enseñó el psicoanálisis, el recuerdo diurno disparador de la experiencia onírica y encontré que el día anterior había presenciado la actuación de un conocido violinista, elegantamente vestido, rodeado de aplausos, todo lo que no fue en vida Lorenzo.

Cada pueblo o ciudad tiene uno o varios personajes populares y el mío, Los Palos, no fue una excepción. Ubicado en el sureste de la provincia habanera, hoy pertenece a Mayabeque y al término municipal de Nueva Paz. No sé si llamarme neopacino, palero o mejor palisino, más cerca de la Ciudad Luz.

Lorenzo fue un negro alto y fuerte, que conocí en mi infancia, y siempre me llamó la atención. El sobrenombre de Cañón, cuentan algunos, se debía a la proporción gigantesca que alcanzaba su principal atributo masculino.

En mi pueblo casi todos teníamos sobrenombre y ni siquiera yo me libré de eso. ¿Cómo me llamaron?. Secreto de guerra.

A mi padre, recuerdo, le llamaron Tata y a mi intentaron nombrarme Tatica, pero lo retiraron ante la fuerte oposición de mi madre, a la cual nadie pudo jamás ponerle sobrenombre y al final vencieron ellos con otro apodo que no me gusta recordar. Dura columna esta mujer, mi madre, cargada de amor.

Lorenzo Cañón andaba sin pelarse ni afeitarse, sin zapatos, siempre en la misma esquina del pueblo, con un par de pedazos de palos de escoba que entrecuzaba como un violín imaginario, a la vez que trataba de imitar el sonido del instrumento con los ruidos de su boca. Allí permanecía durante horas y horas, cada día, durante años. Fue barbero, dicen, pero aprendió a tocar el violín e incluso formó parte de una orquesta hasta que se volvió loco.

De niño le temía, hasta que poco a poco llegué a comprender que era completamente inofensivo en su mágico mundo donde quizás creía ser un nuevo Brindis de Salas, un Paganini, interpretando interminables melodías para el humilde público de los Palos, donde un niño lo contemplaba asombrado.

Muchos años después me enseñaron que aquella enfermedad se llama esquizofrenia y que en su mundo autista había construido sus delirios, que tenía abandono de hábitos higiénicos y estéticos, que permanecer así en un mismo sitio se llama esteriotipia de lugar, que aquellos movimientos repetitivos de su inexistente violín es una estereotipia motora, que posiblemente padeció de una forma catatónica de la enfermedad. Lo que después modificaron en las clasificaciones con la frase calificativa "con síntomas catatónicos", presentes en cualquier trastorno.

Me llenaron la cabeza de un imprescindible lenguaje técnico, pero yo estaba a salvo porque había descubierto el rostro humano de la locura. Me lo enseñó, entre otros, este hombre.

Anoche regresó en mis sueños Lorenzo Cañon. Ahora, vigil, lo evoco y me inclino ante su memoria con respeto porque quizás despertó en algún lugar escondido de la mente de un niño el extraño deseo de convertirse en psiquiatra.

Cierro los ojos y escucho de nuevo el sonido de tu imaginario violín, querido Lorenzo.